(Extraido del libro de Manuel Alvarez Sanchez - Aviles, Curiosidades y Leyendas - 1927 -)
Ha
quedado casi como proverbio en Avilés la frase que motiva esta
anécdota, donde pocas personas habrá que no la hayan repetido, o por lo
menos oido, por la significación maliciosa con que se empleó la primera
vez: "Dorotea, Dorotea, los franceses van marchando".
La
aversión que en todos los españoles despertó la intrusión francesa en
nuestra península, se sintió de una manera especial en nuestro suelo,
donde, despues del alzamiento nacional de Madrid con la épica jornada
del Dos de Mayo, Asturias fue la primera provincia que sintió renacer el
ardor bélico de Covadonga, contra los hasta entonces invencibles fiada
lucha se entablóejércitos de Napoleón.
Porfiada
lucha se entabló en todo el principado contra la fuerte guarnición
mandada por los generales Ney, Kellerman y Bonnet, pagando con sus vidas
los heróicos astures su temerario valor.
Marcognet,
jefe de la brigada, cayó sobre nuestra villa como un buitre sediento de
sangre, y los avilesinos, sin mas armas que los aperos de labranza y
sin otra organización que su entusiasmo, les salen al encuentro,
oponiendo como un muro, al paso asolador del enemigo, sus pechos
indefensos; la jornada fue sangrienta, y el capitán Clavet, despues de
penetrar casi por sorpresa en la Villa por la puerta que daba al puente
de San Sebastian, atravesó al galope por entre las masas de campesinos
que se hallaban apostados a la subida de Valliniello, acuchillando sin
piedad sus filas desordenadas.
La matanza
fue horrible, pero, a pesar de esto, el pueblo, aunque dominado, no se
creyó vencido, odiaba al frances, y si bién no podía arrojarlo de sus
plazas y de sus trincheras, sobre todo del palacio de Camposagrado,
donde se había hecho fuerte, adoptó el sistema de cazarlos ,
sosteniendo contra el extranjero una lucha sorda, tenáz y persistente,
que aunque no decisiva, rinde y fatiga al ejercito invasor: en cada
desfiladero hay una sorpresa, en cada estrechura una emboscada, en cada
roca un grupo, tras de cada árbol, un hombre dispuesto a morir matando.
Kellerman
conocía el peligro que ofrecían sus tropas ante el nuevo género de
lucha, y después de dos años de permanencia en la Villa, obedeciendo tal
vez, a la necesidad de reconcentrar sus puertas para sostener la guerra
que en toda la península se había generalizado, se decidió abandonar la
población amediados de 1811.
Una mujer,
que había visto más de una vez cruzar los ejércitos franceses por
nuestras calles, y que aún vestía de luto por alguno de sus familiares,
muerto en la jornada de San Sebastián, sentía tanto recordar aquellas
sangrientas escenas, que bastaba, que uno le trajese a la memoria el
nombre frances, pare ella enseguida, con toda la fuerza de sus pulmones,
lanzarle un anatema de execración; su marido conocía perfectamente esta
animosidad de su mujer, y la aprovechaba para sus inmediatos fines.
Dorotea,
que así se llamaba la protagonista, era honrada y laboriosa, hasta el
punto de ser ella la que mantenía la casa, reservándose además algunos
ahorros para poder hacer frente a alguna imprevista necesidad. El marido
de Dorotea no se ocupaba mucho de trabajar: producía bastante el horno
de su mujer para darse él una vida holgada, y, lo más sensible aún, para
malgastar las pocas economías que, a fuerza de sudores y desvelos, su
consorte podía reunir.
Circulaban
entonces, y circularon hasta el último tercio del siglo XIX, monedas de
plata de 20 reales, mandadas acuñar por el intruso Pepe Botella en 1908, llamándose
por esta causa napoleones; y Dorotea tenía guardads de esta clase de
monedas como unas 30, en el fondo de un baúl, muy ajena de que nadie
pudiera llevárselas.
¡Vana confianza! El
marido llegó a saber donde las tenía escondidas, y una tras otra fueron
sustraidas las monedas, sin que fuesen sustituidas por otras. A medida
que iban despareciendo, el esposo de Dorotea, pesaroso de aquella
acción, y temiendo un fatal resultado, decidió él ir poco a poco
insinuándoselo a su mujer para que a ésta no la cogiera de sorpresa, y
de este modo atenuar algo el mal.
Un día
que Dorotea estaba sacando las rosquillas del horno llegó su marido, y
sentándose en un taburete, después de cierto preámbulo, le dice:
¡Dorotea, Dorotea, los franceses van marchando! Ella con la pala en la
mano, y quizá expuesta a que se le quemasen los dulces, contestó: ¡Anda
que se marchen y no vuelvan, bastante daño nos han hecho! ¡Ojala que los
viera como veo el árgoma en el horno, pues no merecían otra cosa!. El
marido calló; pero al día siguiente volvió a repetir la misma frase;
otra vez al sigueinte día; y, por último, cuando ya no había napoleones
en el baúl, Dorotea fué la que se le adelantó a decirle: "Pero... ¿se
marcharon todos?... ¿Ya no hay franceses?..." "Todos se han ido ya, no
queda ninguno", contestó el marido. "¡Me alegro, me alegro! volvió a
decir Dorotea. ¡Malvados, cuanto daño nos hicieron!".
Y
en esta conversación continuaron algunos días; hasta que Dorotea,
necesitando el dinero, se fué a buscarlo al baul y sólo encontro el
sitio.
Disgustada, fuera de si, llamó a
Falcón, su marido, presumiendo, con algún fundamento, haber sido él
quien se los habá llevado, y, con energía, le dijo. ¿Donde pusiste los
napoleones? ¿Donde están, que los necesito para pagar la renta de la
casa?.
Falcón, con mucha calma, pero con
más sorna, le contestó "Ya lo sabes tambien como yo, y te alegrabas
cuando te advertia que los franceses iban despareciendo ¿No recuerdas
cuando te decía: Dorotea, Dorotea los franceses van marchando?... Y tu
me contestabas ¡Anda que se marchen!... Pues ya lo ves: han desparecido
todos"
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