ENTAMU

El último año del siglo XIX, vio la llegada de mi abuela a la vida, en el humilde y pescador barrio de Sabugo; vio la llegada de mi abuelo, que con su familia mirandina, desembarcó en el puerto de Santander, trasladándose a la Calle Nueva de Avilés. Llegaron a bordo del barco Alfonso XIII, procedentes de Santa Clara (Cuba), él apenas tenía tres años, sus padres no habían ido a hacer la Habana, habían ido de criados de unos señores de Galiana, y regresaron con cuatro reales, con los que abrieron el bar Casa la Rubia.

Cuento todo esto, porque mi abuela, es una de las mayores responsables de mi interés por la historia de nuestra villa; Sus historias sobre cosas acontecidas en la villa, como el hambre que pasaba en los principios del siglo XX, el vampiro de la Magdalena, el bar que poseía mi bisabuela, la fabrica de baldosas de mi abuelo, etc., me hicieron empezar a investigar sobre nuestro pasado. No es que mi abuela fuera una gran contadora de historias, pero recuerdo que a mediados de los años 80, cuando la televisión programaba la serie Raíces, esa serie hizo que empezará a interesarme por mis antepasados, ¿quiénes eran? ¿cómo vivían? ¿de donde procedían?, ahí empezaron las preguntas a mi abuela, de sus respuestas salieron nombres como Gertrudis, Benita, el Sargento “Pates”, Pepe “El Cristo”, etc. Veinte años más tarde, me regalaron un libro: “Avilés Memoria Gráfica”, cientos de fotografías del Avilés de primeros del siglo veinte. En ese momento renació mi interés por nuestro pasado, pero no solamente por mis ancestros. Esas imágenes hicieron que retomará con fuerza la realización de mi árbol genealógico, pero también mi interés por lo que es toda la historia de nuestra, villa milenaria.

viernes, 19 de enero de 2018

DIVINA PASTORA LAS CAMAS DE AYER

Artículo de Elisa Campo en “La Nueva España” del 26 de Mayo del 2008

1958. Un polvoriento tren traquetea por las vías a su paso por Divina Pastora. Es domingo por la mañana, y por la ventanilla los pasajeros ven los barracones de obreros de la empresa Entrecanales. En el exterior de las naves, sentados sobre ladrillos y mirándose en trozos de espejo que cuelgan de la pared, los trabajadores que levantan Ensidesa afeitan sus barbas y se dejan cortar el pelo con la misma tranquilidad que si estuvieran en una barbería. Divina Pastora, los terrenos que están llamados a convertirse en la nueva zona residencial de Avilés, fueron hace medio siglo lugar también de residencia, pero de un tipo muy distinto. Miles de trabajadores ocuparon las literas instaladas en los barracones y engulleron garbanzos a diario en las mesas del comedor, mientras comentaban el último accidente en Ensidesa y soñaban con unos ahorros que les permitieran traer a sus familias a Avilés, o casarse, o conseguir una casa para poder abandonar el barracón. Divina Pastora era aquellos años el rostro del esfuerzo.
Entre 1950 y 1959 una gran masa obrera llegó a Avilés. El trabajo abundante y seguro que ofrecía la construcción de Ensidesa fue un reclamo que se extendió como un reguero de pólvora por todo el país. En pocos meses, literalmente, la población se duplicó, y en todo el período la multiplicación fue mucho mayor. Comenzaron entonces unos años difíciles, hasta que fue construyéndose la vivienda necesaria para albergar a la población, principalmente en los barrios periféricos, y se fueron terminando los problemas sociales, higiénicos, de hacinamiento y de inseguridad.
«Avilés cambió de la noche al día, tenía 18.000 o 20.000 habitantes y de repente vinieron más de 20.000 a trabajar», explica Ramón Rodríguez Álvarez, uno de los testigos de aquel cambio. Este avilesino residía entonces en la calle Llano Ponte y, después de ganarse la vida con la compra y venta de ganado, comenzó a trabajar para la construcción de Ensidesa como transportista de materiales: primero con carro, y luego, ya motorizado. «Con el camión entré en la cooperativa de transportes, que tenía una concesión de extraer la escoria de los hornos altos», explica.
Miles de toneladas de cemento, guijo, hierro y arena fueron necesarias para cimentar y levantar un conjunto de construcciones que cambiaron Avilés para siempre y de las que hoy, sólo medio siglo después, apenas quedan los restos. Cuenta Ramón Rodríguez que llegó a trabajar para Entrecanales de día y para Duarte por la noche, un reflejo de la dureza del trabajo de aquellos años. Padecía turnos de doce horas, por ejemplo, como otros muchos trabajadores Héctor Prieto García, un gallego que llegó a Avilés con 17 años, después de pasar por las obras de construcción de varios saltos de agua en Castilla y León. «Cuando entré en Entrecanales, en 1954, comencé a vivir en los barracones de la zona de Llaranes, a la entrada de la carretera de Gijón. Cobraba quinientas pesetas a la quincena y me quitaban unas cuatro pesetas para dormir y comer», afirma.
Aunque barracones se habilitaron en distintos puntos de la comarca avilesina, no todos eran igual. Muchos, como los de Llaranes, estaban habilitados dentro de las mismas construcciones que después se convirtieron en casas para las familias de los trabajadores de Ensidesa. Sin embargo, los de Divina Pastora, y también los de Garajes -hay quien añade los que Duarte construyó en Marzaniella-, eran los peores, naves levantadas a toda prisa para poder albergar por vía de urgencia a los miles de obreros recién llegados. Uno de esos era Eugenio Gutiérrez. «Y gracias a Dios que encontré los barracones. Era pobre, llegué a Asturias con cinco duros».
Como si fuera el inicio de un pasaje bíblico, este extremeño recuerda: «Al principio era todo barro. Todo era un valle de lágrimas, pantanoso. Para levantar Ensidesa tuvieron que clavarse muchos pilotes para ir cogiendo firme». De la que llegó a la Jerusalén industrial tuvo que compartir un hórreo en el alto de Villalegre con un andaluz; cada uno pagaba seis pesetas por el alquiler. Luego, en cuanto pudo, se fue a los barracones. «Allí te costaba diez pesetas, pero te daban comida; tenía cuenta, era más barato». Corría el año 1955. Dos años después ingresó en la Policía Local, y pudo despedirse de las duras literas. «Yo ya era mayor, quería un trabajo fijo». Los barracones siguieron todavía mucho tiempo.
Los hórreos no fueron los únicos que se vieron plagados de dormitorios improvisados. Según relata el investigador del Archivo Histórico Alberto del Río, la iglesia de San Nicolás de Bari, por ejemplo, se abría de noche para que la gente durmiera. Los aspirantes a un futuro próspero también encontraban acomodo nocturno en los tubos de los colectores, en cuadras alquiladas, en las naves Balsera, en desvanes, y hasta en el mismísimo palacio de Peñalver, según explica José Carlos Valdés, vecino de Llaranes.
Era la época de las «camas calientes», colchones que compartían obreros que trabajaban en distintos turnos. Los menos afortunados dormían a la intemperie y llegaban incluso a fallecer, como recoge Jorge Bogaerts en su trabajo «El mundo social de Ensidesa», agotado desde hace años en las librerías. «Se puede decir que había tres tipos de barracones: los que explotaba una persona o un grupo que los había construido, los que eran propiedad de las empresas, y uno, el de Castro Maderas, estaba gestionado por una sociedad dirigida por un sacerdote», explica Del Río. Además los avilesinos solían alquilar a los «coreanos» habitaciones con derecho a cocina.
Lo de la cocina, de todas formas, merece párrafo aparte. Las grandes constructoras de Ensidesa, Duarte y Entrecanales, ofrecían servicio de comedor. Para entrar era necesario presentar el vale de la empresa. Más de dos y de tres veces recogió los cupones Teodoro Pozo Coto en los comedores de Divina Pastora. Este leonés, que de aquella era empleado en el puesto regulador de pescadería, en Hermanos Orbón, iba a echar un cable a un amigo suyo, hermano del responsable de los barracones. «Mi amigo se ponía a un lado de la puerta y yo al otro a coger los cupones, para que él acabara antes». Garbanzos día sí y día también era el menú habitual de los comedores. Héctor Prieto fue de los que los sufrieron, en el de Garajes. «Había que llevar el plato de aluminio y la cuchara, y te echaban los garbanzos de las optas». Este comedor era regentado por Laureano Lloriana, hermano del empresario Manolo Lloriana, según recuerda Prieto.
Los fines de semana, cuando quedaban horas libres para el asueto, la bebida corría en exceso. «Los sábados y los domingos la gente bebía mucho. Iban a cantar por los bares, había muchos Antonio Molina», dice con sorna Teodoro Pozo. Y reflexiona: «Los campaneros eran los más conflictivos, eran los que más dinero manejaban. Ellos salían a beber y a cantar por si al día siguiente ya no vivían, como si los demás tuviéramos la vida asegurada». Los bares del entorno eran un foco de prostitución, y cuando era día de cobro, había cola para entrar en los locales, según cuentan los que vivieron aquella época.

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